Entre la austeridad del presidente uruguayo y la buena vida de los nuestros
Gorrita blanca, zapatillas y la camisa fuera del pantalón. Así de cómodo y despreocupado lucía el presidente uruguayo José Mujica en la foto que hace algunos días recorrió el mundo. Sentado junto a su esposa en la terraza de un sencillo restaurante en Colonia - 180 kilómetros al oeste de Montevideo –, “el presidente más pobre del mundo” disfrutaba así de sus vacaciones cuando fue captado por un ciudadano que no dudó en registrar ese momento para la posteridad. Y compartirlo en su Facebook, claro. No es para menos. ¿Quién esperaría encontrarse al Presidente de su país almorzando en plena acera, a vista de todos?
Un caso raro el de Mujica. No para los uruguayos, acostumbrados al estilo austero de su presidente, quien, entre otras “rarezas”, no vive en la residencia presidencial sino en una modesta chacra a las afueras de Montevideo, maneja un Volkswagen escarabajo, viaja en clase turista y dona el 90% de su sueldo, que asciende a unos 12 mil dólares. “Lo que pasa es que el sueldo me sobra”, declaró Mujica en una entrevista con Oscar Torres, periodista del diario Trome, cuando el mandatario estuvo en Lima con motivo de la Cumbre ASPA del año pasado.
¡Un presidente al que le sobra el sueldo! Caso raro el de Mujica. Al menos para nosotros, acostumbrados a la opulencia que caracteriza el poder, al desmedido afán de muchos por jalar agua (ajena) para su molino, y al dispendioso uso de recursos, léase escoltas, choferes, edecanes, vehículos oficiales, pensiones vitalicias, gastos de representación, aviones presidenciales, asesores, secretarios, entre otras perlas que reflejan lo mal que se llevan por estas tierras el poder y la austeridad. ¿Se imaginan a un Mujica como nuestro presidente? ¿La haría?
En todo esto pensaba mientras contemplaba el nuevo y entretenido enfrentamiento mediático-inmobiliario-académico que sostienen, para variar, nuestros dos últimos expresidentes: que si Naplo, que si Punta Sal, que la casa embargada ya la voy a dejar, que si mi suegra tiene mucha plata para comprar ésa y más casas, que yo he dictado 18 conferencias, que yo estuve en Harvard y Naciones Unidas, que yo he ganado más de 3 millones en año y medio, pero a mí me pagan más de lo que paga la San Martín… Tan humildes como ostentosos. Lindos, ellos.
Muchos nos preguntamos, entonces: ¿tan bien le va a un expresidente? ¿Tanto tienen para decir, una vez culminados sus mandatos? Los ejemplos de otros ex mandatarios en la región, cuyas conferencias alrededor del mundo son muy bien remuneradas, parecen confirmar que sí, que la plata llega sola. La duda, sin embargo, es ¿desde cuándo? ¿No deberíamos saber, papelito en mano, cómo llega y cómo sale cada inquilino de Palacio? ¿Por qué favorecer la cultura de la sospecha? ¿Hasta cuándo la opacidad? Nadie pide que lleguen con una mano adelante o que salgan con la otra atrás, simplemente transparencia. ¿Tan difícil es llevar las cuentas claras? Y es que así como la Primera Dama se preguntaba hace un tiempo sobre las dificultades del ser humano para caminar derecho, uno también tiene sus dudas.
Y aunque esta novela tiene algunos capítulos más, el final lo sospechamos todos. Pese a que la Constitución exige la publicación de los ingresos de todos los funcionarios públicos, mientras no exista una real voluntad de cumplir la ley, nada pasará, la transparencia seguirá siendo solo un espejismo, y, al son de Frankie Ruiz, seguiremos preguntándonos: ¿y cómo lo hacen?
No, ni hablar. Mujica no puede ser mi presidente. El sistema no permitiría que un tipo así llegue al poder. Y quizá sea mejor así. A fin de cuentas, dicen que cada pueblo tiene el gobernante que se merece. Debe ser por eso que este presidente con pinta de abuelito bonachón nació en Uruguay y no acá. Al margen de la política – sus propuestas de legalizar la marihuana, el matrimonio homosexual y el aborto han hecho que los uruguayos se cuestionen qué tan progresistas son -, este ex guerrillero de 77 años es ejemplo de humildad, virtud que escasea entre la clase política, y también de autenticidad. Porque, errado o no, Mujica dice lo que piensa. Defiende sus ideas, no las de terceros.
Me cae bien Mujica. Me lo imagino así como en la foto, campechano, achinando los ojos y chuequeando el bigotito mientras sonríe al jugar con los nietos, pero descubro que no tiene ninguno. No tuvo hijos, tal fue la consecuencia, dicen, de toda una vida dedicada a la guerrilla y trece años en la cárcel. Ni hablar, entonces. Tampoco puede ser mi abuelo.
Su esposa, la senadora Lucía Topolansky, y su perra Manuela son su única familia, y su viejo Volkswagen el único bien que ostenta como posesión, según su declaración de bienes del 2010. Ejemplar. Aunque, como él mismo dice, la austeridad no garantiza ser buen gobernante. “Un gobernante ladrón puede ser un buen ladrón y un buen gobernante al mismo tiempo”, dijo hace poco en Chile. Se recuerda también su memorable discurso en la Cumbre Río+20, cuando “regañó” al mundo, instándolo a disminuir el hiperconsumo, a no copiar modelos de desarrollo de sociedades ricas, y, principalmente, a promover la solidaridad y la felicidad humana. Las cosas simples de la vida, que le llaman.
Veía la foto de Mujica junto a su mujer, sentados en esa sencilla mesita, pensaba en aquella austeridad, y, por más que lo intenté, no pude imaginar que algo así ocurra acá. ¿Se imaginan a Humala, sin escoltas, comiéndose un pollo broaster en el Jirón de la Unión? ¿Quizá disfrutando de un helado de Palermo, sentado junto a Nadine en la Plaza San José? ¿Hubiese renunciado Alan a vivir en Palacio? ¿Volaría Toledo en clase turista? ¿Habría podido vivir Fujimori con solo el 10% de los S/. 2,000 que ganaba como Presidente? Difícil, ¿no?